Nací en La Habana en 1964, pocos años, después creo que para 1970, la Navidad fue declarada proscrita de las celebraciones cubanas. Se consideró una fiesta burguesa y de este modo todo quedó en el olvido. Guardo recuerdos muy vagos de cuando en las noches previas al período navideño, llegaban a la bodega de la esquina los dulces, las manzanas, las uvas, los turrones de Alicante y Jijona. Todas cosas exóticas para nosotros los caribeños.
Crecí en un hogar sin religión alguna y soy profundamente atea. Otra razón para que estas fiestas de fin de año no me emocionen en lo más mínimo. Pero como de protesta en protesta vamos por el mundo y no nos acostumbramos a las prohibiciones absurdas, desde 1993, año en que tuve a mi hija comencé a colocar en casa un arbolito de navidad. Los primeros eran totalmente naif, hechos con la parte central que carga los frutos de las palmas arecas.
Más tarde tuvimos arbolito de “tienda” y por último caímos en la trampa de los pinos reales, de los de verdad por aquello del olor en casa. Cada año esta época, más que una satisfacción eso se convertía en una agonía. Que si el color de la temporada era el naranja, el próximo año azul, luego rojo y así en esa desenfrenada carrera del consumismo llegué a tener un closet lleno de adornos navideños (incluido un baúl recibido desde Miami).
Ya la navidad no comienza en diciembre, los grandes almacenes desmantelan los anaqueles de libros desde octubre para poner cuanta cacharrera navideña tienen. Las casas se llenan de luces (en medio de esta escasez energética) Hay que hacer regalos obligatorios, a los amigos, a los socios comerciales, a los desconocidos. Compra, compra, compra, aunque luego no tengas como administrar el resto del año. Por algo le llaman la pendiente de febrero. La resaca de la ceguera navideña.
Crecí en un hogar sin religión alguna y soy profundamente atea. Otra razón para que estas fiestas de fin de año no me emocionen en lo más mínimo. Pero como de protesta en protesta vamos por el mundo y no nos acostumbramos a las prohibiciones absurdas, desde 1993, año en que tuve a mi hija comencé a colocar en casa un arbolito de navidad. Los primeros eran totalmente naif, hechos con la parte central que carga los frutos de las palmas arecas.
Más tarde tuvimos arbolito de “tienda” y por último caímos en la trampa de los pinos reales, de los de verdad por aquello del olor en casa. Cada año esta época, más que una satisfacción eso se convertía en una agonía. Que si el color de la temporada era el naranja, el próximo año azul, luego rojo y así en esa desenfrenada carrera del consumismo llegué a tener un closet lleno de adornos navideños (incluido un baúl recibido desde Miami).
Ya la navidad no comienza en diciembre, los grandes almacenes desmantelan los anaqueles de libros desde octubre para poner cuanta cacharrera navideña tienen. Las casas se llenan de luces (en medio de esta escasez energética) Hay que hacer regalos obligatorios, a los amigos, a los socios comerciales, a los desconocidos. Compra, compra, compra, aunque luego no tengas como administrar el resto del año. Por algo le llaman la pendiente de febrero. La resaca de la ceguera navideña.
Veo la Navidad como el período de justificación para no trabajar, para gastar desmedidamente en las cosas más superfluas, en el período permitido para la gula. Pues no, no sigo, me bajo de este tren. Tengo que seguir siendo fiel a mis no creencias y a mis principios. No más arbolitos, solo dejé en la puerta un pequeño ángel que pide Paz en la Tierra, sirve igual en diciembre como en julio. Claro está que la decisión en casa se tomó por consenso. Preferimos adherirnos al slogan de que “el Caribe es un eterno verano” y continuamos con nuestra vida normal, sin Navidades
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